El tiempo es usado como transición. Una anestesia eterna que nunca vemos pasar y nos repetimos que la necesitamos para poder salir de este lugar. Cuando uno se encuentra en un plano temporal pero su mente está a años luz hay un sentimiento de soledad que se propaga como un cáncer por todas nuestras células. Ese sentimiento de inutilidad y debilitación constante que justifica la autocompasión. El tiempo. Esperamos el futuro toda la vida, siempre hay algo más allá, siempre uno está detrás de su próximo paso y eso nos persigue, nos engaña y nos destruye. Nos autodestruimos. Cuando uno logra parar y mirar a su alrededor odia lo que ve, necesita otro aire, otras ausencias, otros presentes. Lo busca en el exterior con miedo de adentrar al interior de las cosas. El interior de uno mismo. Ese afuera que uno contempla con tanta concentración tiende a decepcionarnos. Si dejamos que nuestra introspección también nos decepcione nos quedamos en una especie de limbo psicológico, psicótico y vacío. Una negrura tal que ya no hay distinción de color o especie. No hay nada. Y ese sentimiento de nada que produce el todo nos desmorona. Todo es tanto, tanto es todo. Una cantidad enorme de ideas que al no concretarse evolucionan en fracasos. Acumulación de metas que al no saber cómo emprender uno menos sabe cómo terminar. Esa totalidad apilada en cada rincón de la materia nos hace rechazar la misma, rechazar lo único poco confiable en que confiamos. Y nos quedamos solos, sin nuestra propia compañía.
Queremos que el tiempo que cura pase y llegue ese momento en que uno esté tranquilo, pero la transición es imperceptible y lo imperceptible es imposible en la lógica y manía mental a la que nos acostumbramos. Si la transición es imposible nos resignamos a un limbo eterno y un final esperado.
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